El origen de nuestras carreteras
La Panamericana
"Montado en mi burrito vengo del norte a la capital"
Mi abuela materna solía contar que mi abuelo viajó alguna vez en barco de Lambayeque a Lima. De niño, al inicio de los veranos limeños, cuando mi abuela y yo remontábamos en un interminable viaje nocturno de 14 o 15 horas la ruta inversa, sólo que en ómnibus interprovincial, me encantaba que mi abuela me repitiera una y otra vez esa historia de visos homéricos a medias inventada y a medias soñada. Muchos años después, seguramente que ese viaje y la leyenda en que fue convertido también definió mi destino: pues resulté siendo el más andariego de toda mi familia.
Cambiaba la época y cronología de la narración según el humor político de mi abuela, o, quizá, del estado delicuescente de su memoria. Así, a veces el viaje de mi abuelo se situaba durante la presidencia del general Benavides o el del democráticamente elegido Billinghurst, y otras veces durante el oncenio de Leguía. Cuando escuché la historia por primera vez, cursaba yo tercero o cuarto de primaria y me parecía genial que mi abuela me diera su propia versión de la historia peruana que yo estaba apenas mal aprendiendo en mis soñolientas lecciones de Historia del Perú en el colegio.
Pero la ruta de viaje emprendida por mi ilustre abuelo era siempre la misma: en un tren lentísimo entre Monsefú y el Puerto de Etén, pernoctar en casa de unos primos y la espera, siempre incierta, a que pasará el lanchón caletero, que recogía pasajeros una o dos veces por semana para finalmente transbordar en el puerto de Pimentel en un barco a vapor más grande y efectuar el viaje, de 2 o 3 días, hasta el Callao. La duración total del viaje era una semana.
Quizá fuera para hacer trámites ante algún ministerio en nombre de su familia o simplemente fue un viaje de placer en compañía de su padre, quien era administrador de una hacienda. En todo caso, la crónica de ese viaje, que debe situarse a finales de la primera década del siglo XX, nos dice mucho más que lo que cuentan los libros de historia sobre el estado de nuestro país hace poco menos de un siglo.
Pasado, presente y futuro
Cómo todas las historias de viajes, esta historia no tiene fin. Tampoco tiene un destino definido. La dirección se traza día a día, y tengo la convicción, que todos y cada uno de nosotros puede influenciar la ruta e, incluso, el éxito o fracaso de nuestro viaje. No se trata de señalar culpables o identificar víctimas, es importante visitar y conocer el pasado para evitar repetir errores. Pero como señala el psicoanálisis: reflexionar sobre nuestro pasado es, y sobre todo, importante para hacernos conscientes de que vivimos en el presente, un presente que es distinto y que por lo tanto, podemos actuar y reaccionar de manera distinta.
Me encantan leer los libros y artículos de Daniel Kahneman porque son tan entretenidos e interesantes como una buena novela y además y además porque, de alguna manera personifica el espíritu de contradicción: es el único premio nobel de economía que no es economista. En 2002 la academia sueca le otorgó el premio por haber sido capaz de integrar los aspectos psicológicos en las decisiones económicas y haber puesto de manifiesto que los comportamientos de los agentes económicos cada uno de nosotros tienen un fuerte componente de irracionalidad. La principal aportación de Kahneman fue descubrir que en entornos de incertidumbre los individuos tomamos decisiones que se apartan significativamente de los principios de la probabilidad. Este tipo de decisiones, que Kahneman llama “atajos heurísticos”, son las trampas que nos tendemos cuando imaginamos el futuro o los escamoteos que hacemos en nuestras historias del pasado para justificar nuestras decisiones en el presente.
Kahneman llama sistema 1 a un procesamiento de la información rápido, constituido por una mezcla de intuición, percepción y afecto y que básicamente está regido por nuestro cerebro emocional o reptil. Y denomina sistema 2 a un procesamiento más lento sustentado en los procesos cognitivos y racionales propiamente humanos. La numeración viene dada por su orden de aparición en el escenario de la evolución humana. Primero surgió el sistema 1 y solo después de varios miles de años de evolución apareció el sistema 2.
Un ejemplo clásico es la elección de los números de billetes de lotería. Supongamos que tenemos la posibilidad de elegir entre dos billetes de lotería. El primero está compuesto por los números 1, 2, 3, 4, 5 y 6, mientras que el segundo lo forman los números 5, 13, 10, 32, 38 y 45. Automáticamente nuestro sistema 1 nos hará preferir el segundo porque nos convencemos que tiene más probabilidades de resultar premiado. Por el contrario, nuestro sistema 2, después de unos instantes, nos debería aportar la información suficiente que nos permite comprender que, en verdad, ese billete tiene la misma probabilidad de ser premiado que el otro y que, por ello, la decisión que hemos de tomar en relación a su elección es completamente indiferente. Curiosamente, y pese a ser perfectamente conscientes de ese hecho, todos optaríamos por el segundo billete.
Oscar Wilde lo dijo con esa gracia singular que lo caracterizaba: “Hay dos grandes tragedias en el mundo; no poder conseguir lo que ansiamos y la otra es conseguirlo”. Nuestra capacidad de anticipar el futuro es poco más que un mero desiderátum: un espejismo de muy difícil manejo. Esa dificultad objetiva que, invariablemente, nos pasa sistemáticamente desapercibida, unida a la previsible y contrastada irracionalidad humana y a la cada vez mayor complejidad de los entornos que nos rodean hacen que, hoy en día, nadie sea capaz de imaginar si una nueva política de inversiones mejorará los niveles de bienestar de los peruanos o, por el contrario, los empeorará.
A pesar de todo, hay algunas cosas que sí sabemos: sabemos que nuestro sistema 1 nos da una respuesta emocional, rápida y poco elaborada que no tiene necesariamente que estar alineada con la realidad. Cuidado. Sabemos que nuestro sistema 2 es más lento y procesa la información con mayor detalle pero, al menos en esta ocasión, con igual incertidumbre, basta leer si no los estudios y planes de desarrollo que se publican diariamente sobre el hipotético futuro del Perú: los hay para todos los gustos. Sabemos también que cuando imaginamos el futuro no somos capaces de añadirle los detalles necesarios y que en esos detalles reside lo importante.
Un ejemplo flagrante de este vicio de nuestra imaginación lo podemos apreciar en los títulos que se arroga al aeropuerto Jorge Chavez. Es innegable que nuestro terminal aéreo ha sido ampliado, remodelado y probablemente por según criterios específicos de alguna asociación internacional, puede ser considerado el mejor de la región. Empero, según como acomode, la prensa y los políticos nos lo presentan como la puerta de entrada y plataforma de intercambio (“hub” en inglés) para toda o por lo menos la mitad de América Latina, pasando por alto que con sus 13 millones de pasajeros al año, su capacidad de gestionar pasajeros lo coloca estadísticamente por debajo de por lo menos otros 8 aeropuertos de la región.
Para que el aeropuerto Jorge Chávez sea un “hub”, Lima como ciudad y región debe transformase radicalmente. Tomemos como ejemplo, el aeropuerto de Ginebra, en Suiza. Basado en una ciudad con menos de 1 millón de habitantes, este aeropuerto sirve el mismo tráfico de pasajeros, teniendo abierto al público tan sólo 18 horas diarias. Además, desde la estación de tren integrada al aeropuerto, se ofrecen al viajero en arribo trenes a toda Suiza y al extranjero. Sin mencionar un servicio de transporte público hacia el centro de la ciudad. Impecable y gratuito (en su primera media hora), lo que provoca que muchas veces haya que esperar más por un taxi que por el autobús o el tren.
La Panamericana Norte
En los manuales de historia peruana la mención de la carretera panamericana es rápida y somera. Influencia de la política internacional de Estados Unidos y como estrategia geopolítica continental de la época entre las dos guerras mundiales. Fue concebida en la V Conferencia Internacional de los Estados Americanos en 1923, celebrándose el Primer Congreso Panamericano de Carreteras en Buenos Aires en 1925, al que siguieron los de 1929 y 1939. El tramo que ahora se conoce como la Panamericana del Perú se consolidó y formalizó durante el segundo gobierno de Oscar Benavides entre los años 1933 y 1939. Pero en realidad fue, parcialmente al menos, uno de los productos de la última forma de esclavismo moderno que se dio en el Perú republicano, a través de la ley de Conscripción vial.
Precisamente por aquellos años del fantástico viaje de mi abuelo a Lima, el 28 de junio de 1920, se publicaba, en el diario El Peruano como el D.L. N° 4113, el texto de la ley aprobada el 11 de mayo y que se conoció durante más de una década como la Ley de Conscripción Vial o Servicio Obligatorio de Caminos. La Ley establecía en quince artículos que estaban sujetos a ella todos los varones residentes, peruanos y extranjeros, entre los 18 y 60 años, reconocidos sobre la base del registro militar (que los reconocía entre los 21 y 50 años). El resto de la población se inscribiría directamente con las juntas viales. Establecía también que la movilización de la mano de obra en los trabajos convocados por las autoridades debía llevarse en un periodo de una semana por año entre los 18 a 21 años y de 51 a 60 años, los de 22 a 49 años trabajarían en cambio dos semanas al año o uno por semestre. El 3 de septiembre se aprobó también un reglamento provisorio para su funcionamiento, según el cual, el Estado concurriría a estos servicios con herramientas, materiales, explosivos, coca y bebidas alcohólicas para retribuir los servicios prestados. La situación de cumplimiento de los conscriptos se certificarían con una boleta vial sellada. La ley sería aplicada y ejecutada como parte de la política vial del gobierno.
No hace falta imaginación, ni recurrir a la memoria de nuestros abuelos, para comprender a qué sectores de la sociedad peruana apuntaba de esa ley de oprobio. Meza Bazán, en varios artículos y en su tesis de grado, analiza con doloroso detalle ese momento vergonzoso de nuestra historia legislativa. Algunos escritores peruanos como César Vallejo, Ciro Alegría, López Albujar y Arguedas en varios momentos de sus obras hacen referencia a los “conscriptos” y a esa realidad que explica también la génesis del crecimiento y migración urbana en nuestro país. El campesino andino o costeño que era enrolado o “levado” para trabajar en lo que al gamonal o terrateniente se le ofreciera o necesitara en el día: explotar una mina, arreglar la casa hacienda, reparar un camino o perder la vida construyendo un puente. Con la anuencia y complicidad del prefecto y el policía o militar de turno posteado en la zona.
Documentos y estadísticas varias cifran en alrededor de 17,682 los kilómetros de carreteras construidas y renovadas (entre asfaltadas, sin asfaltar y acondicionadas) durante los once años del gobierno de Leguía. El costo humano y social de ese legado aún no ha sido estudiado. La ignominia de esa situación contra cualquier peruano que no tuviera el dinero necesario para pagar un remplazante o que hubiera perdido su boleta, siguió vigente hasta el mes de agosto de 1930, cuando el general Sánchez Cerro se hizo del gobierno a través de otro golpe de estado, y derogó expresamente esa ley.
Así, cuando veinte años más tarde, mis abuelos y sus hijas emigraron a Lima, lo pudieron hacer por carretera; en un viaje polvoriento que aún duraba casi veinte horas y que atravesaba tramos temibles como el famoso Pasamayo, trocha de apenas unos metros de anchos prestada a los acantilados del océano pacifico que, entre los meses de abril y mayo, se convertía en la ruta del miedo a causa de la espesa neblina que subía del mar y solía provocar terribles tragedias.
Entre el primer viaje de mi abuelo, en la década de los veinte, y el viaje de emigración de toda su familia, habían transcurrido apenas 25 años, y sin embargo la duración del trayecto se había reducido drásticamente: de 8 días a 18 horas. Podemos asumir, que en mayor o menor medida, lo mismo ocurrió con el resto del País.
Una realidad hasta entonces negada, de un Perú interracial y multicultural comenzó a descubrirse en la capital. El centro político y económico del país, que había vivido de espaldas al país, se vio brutalmente integrado con los habitantes de sus regiones y sus departamentos. En realidad, estos últimos se aglutinaron viralmente en torno a esa megalópolis en que se convirtió Lima. Tan sólo quince años después, en la década de los sesenta, un candidato a la presidencia utilizó como estrategia de su campaña electoral recorrer los caminos y carreteras del Perú. En retrospectiva, se podría afirmar, que más bien se trató de una campaña de marketing electoral, con apoyo de las redes sociales: pues el voto de los provincianos asentados en Lima, y los centros sociales que integraron, fueron elementos estratégicos para conseguir el apoyo de los votantes del interior del país.
En el último medio siglo, el tiempo de viaje de Chiclayo a Lima apenas si se ha reducido en unas horas, y si el trayecto se realiza en verano, el viaje puede verse complicado por la congestión causada por los capitalinos en busca de playas. Incluyendo las paradas técnicas indispensables, aún son necesarias casi 12 horas para recorrer los 750 kilómetros que separan a ambas ciudades. Más de la mitad del trayecto debe hacerse en lo que cuenta, de acuerdo a estándares internacionales, como una carretera nacional o regional: compartida en dos direcciones y sin separador. La carretera es utilizada a la vez por transportistas de carga, automóviles y autobuses de diversos tamaños.
Al igual que en los años veinte, solo aquellos peruanos que no tienen acceso al sistema económico dominante terminan infligiéndose, según el medio de transporte elegido, las doce o catorce horas que dura el trayecto. Se calcula en aproximadamente 65 millones el número de viajes por carretera que se realizan en Perú en un año. Sabiendo que más de la mitad de los peruanos viven en la costa, podemos suponer que por lo menos la mitad de esos trayectos se deben hacer por la carretera panamericana, sea norte o sur.
La situación económica y financiera del estado peruano y del Perú como nación es de crecimiento estable. Es verdad que nuestra calidad de país exportador de materias primas ha contribuido a esta bonanza y está desempañando un rol coyunturalmente positivo. Pero también, y quizás sobre todo, quince años de estabilidad democrática más continuidad política en el respeto de los mecanismos de mercado, comienzan a dar sus dividendos. Diez años de continuo crecimiento económico, han aumentado la capacidad de consumo de la mayoría de la población, han hecho posible la oferta de inversión extranjera directa sin precedentes en la historia del país, y un proceso de diversificación de exportaciones inédito.
Conjuntamente con México, Chile y Colombia formamos parte de los países líderes de la región en materia de crecimiento económico e integración comercial. Y después de más de medio siglo, poseer pasaporte peruano no es considerado como una amenaza potencial de inmigración clandestina por los países de nuestra región y pronto incluso la Unión Europea.
No obstante estos avances concluyentes y refrendados por los indicadores correspondientes del Banco Mundial, UNICEF, Organismo Mundial de Salud y otros, la percepción del impacto social entre la población peruana queda descrita con una frase cínica pero exacta: “Dejamos de ser pobres, ahora sólo somos injustos y egoístas como en otros países”. Hasta ahora y no obstante la vocación de los gobiernos democráticos de corregir los excesos de un sistema económico –a menudo ciego ante las necesidades sociales , medido en términos de resultados transformacionales el modelo elegido se demuestra insuficiente o –en el mejor de los casos desesperantemente lento.
Las interrogantes principales que todos los peruanos y observadores de nuestro milagro económico se plantean en estos momentos es ¿Es duradera nuestra bonanza? ¿Qué podemos hacer para continuar con éxito por este camino? Y sobre todo, ¿Qué debemos hacer para incluir a la mayor cantidad de peruanos en este proceso de aumento del bienestar económico, social y material?
En el Perú bicentenario el acceso al bienestar material y social se convertirá en, aquello que en sistemas de informática y en el mundo tecnológico se conoce como, el “Single Point of Failure”, o aquel componente individual de un sistema que tras un fallo en su funcionamiento ocasiona un fallo global en el sistema completo, dejándolo inoperante.
Hace más o menos un siglo, de manera puntual, algunos sectores asociados a la exportación de materias primas y al comercio, disfrutaron de una bonanza extraordinaria. La fiesta se terminó con la gran crisis financiera mundial de 1929. El análisis de las series históricas demuestra que la época de Leguía puede considerarse como el cenit de la sociedad oligárquica peruana. La época antes “que el Perú se jodiera” como diría Zavalita.
Es verdad, que nuestra realidad presente poco tiene que ver con ese pasado de tiranos y dictadores, civiles y militares que trataban el erario nacional y al país como a los bienes de sus propios latifundios y haciendas. No obstante, hay millones de peruanos que, a pesar de estar trabajando diariamente, aún no gozan de acceso a los más elementales niveles de bienestar social y material. Ellos, de alguna manera, son nuestros “conscriptos” modernos, aquellos sobre los que el bienestar material de nuestro país se está construyendo y no debemos olvidarlos.
Los artículos de esta columna estarán dedicados a ellos.